EL LUGAR DE LA OFRENDA
VIRGINIA BERSABÉ
GALERÍA RENACE
Su silencio, conocedor del dolor, del sufrimiento. El peso de lo invisible; de lo que ocurre de
puertas para adentro; de lo no contemplado; de lo no reconocido. [El quejío mudo. La
fortaleza]
Su jaleo. La carcajada canalla y desvergonzada, burla de lo banal. La legítima alegría que
otorga el saberse vividas; la libertad de las que no tienen nada que perder, ni mucho que
ganar. [Jaleo. Jolgorio]
En sus arrugas, vetusto pergamino epidérmico del tiempo, lo atávico. Centinelas en tronos
de plástico blanco o enea que salvaguardan la frontera entre el adentro y el afuera. [La
casapuerta. El zaguán]
(Verano). Cuando el día ha derramado su último aliento al horizonte y la noche aún no es
negra, da comienzo el ritual. El lugar de la ofrenda será ese territorio de lo místico donde se
aúnan los mundos: la noche y el día, la calle y el hogar, la muerte y la vida.
No, la vejez que nos muestra Virginia Bersabé en El lugar de la ofrenda, nada tiene que ver
con la vejez cool y cosmopolita que se nos vende en los anuncios de tintes para el cabello o
de salvaslips o en la última entrega de Sexo en Nueva York. Y no está mal que nos
muestren a esas mujeres que parecen 20 años más jóvenes, con melenas y pieles
cuidadas, manos suaves y manicura recién hecha, que visten ropa carísima y que cuyas
vidas han sido reconocidas como exitosas tanto en lo personal como en lo profesional (su
trabajo les habrá costado, eso es indudable). Si seguimos hablando en términos televisivos,
la vejez que nos muestra Bersabé tiene más que ver con las mujeres que aparecen en
Andalucía Directo o en el programa de Juan y Medio, que con todo lo anterior.
El lugar de la ofrenda está habitado por mujeres cuyas manos han acunado a hijxs y nietxs,
han estado llenas de tierra y entre fogones, han bailado, han sido erosionadas por el sol, el
frío, la lejía y el amoniaco y han soportado la carga invisible de la responsabilidad afectiva y
funcional de la familia (entre otras muchas tareas). Pueden estar cansadas, tener manchas
y arrugas, pero esas manos han movido y siguen moviendo el mundo que las rodea.
Virginia Bersabé sigue circundando los relatos que emergen de la vejez en la mujer. En este
caso, en El lugar de la ofrenda, lo hace tratando a la mujer desde esa mirada de lo totémico,
donde lo esencial (que no lo simple, ni lo sencillo) se convierte en divino. Mujeres cuyas
manos son hacedoras, demiúrgicas, de todo cuanto les rodea. Bersabé consigue imbuir ese
halo enigmático no sólo a través de lo representado, sino también a través del propio
lenguaje pictórico, donde en un juego sutil de presencias y vacíos, de precisión e intuición,
evoca lo místico. De este modo, lo crepuscular cumple un papel importante en El lugar de la
ofrenda, adentrándonos en ese territorio donde un tiempo perece para dar lugar a un nuevo
tiempo, un territorio donde se articulan dos tiempos. Pero también un territorio de lo oculto
(entendiendo lo oculto como lo enigmático, pero también como lo no visible, lo no
contemplado).
El cansancio de la faena de un día caluroso se junta con el de toda una vida. Los hombres
están viendo la televisión dentro de casa; la mayor parte del pueblo anda esparcida entre
las plazas y los bares, con el griterío propio de la chiquillería que se ha llevado todo el día
encerrada, refugiándose del calor. Ellas acaban de fregar la loza de la cena y sacan sus
sillas a las puertas de las casas. Allí, descansando al fresco, comienza de nuevo el ritual, la
ofrenda. El enigma de la vida les será revelado.
Guillermo Amaya Brenes